Competencia social y cívica en contextos educativos: Una revisión descriptiva

Autores/as

DOI:

https://doi.org/10.63415/saga.v2i4.281

Palabras clave:

autonomía personal, competencias cívicas, competencias sociales, convivencia escolar, participación democrática, socialización

Resumen

El artículo aborda el desarrollo de competencias sociales y cívicas en estudiantes como un componente esencial para su formación integral y la consolidación de sociedades democráticas. Se identifican ocho factores fundamentales: conciencia de la vinculación social, autonomía personal, comunicación y empatía, cooperación y colaboración, resolución de conflictos, sentimientos prosociales, respeto a lo valioso y conductas de participación democrática. Asimismo, se describen tres dimensiones de estas competencias: realidad social, convivencia y participación, junto con sus descriptores específicos que orientan la práctica educativa. Se revisan metodologías activas y colaborativas, como el aprendizaje basado en proyectos, el service-learning y estrategias de voluntariado, que favorecen la adquisición de conocimientos, la práctica de habilidades y el fortalecimiento de valores cívicos y sociales. La evaluación se concibe como un proceso formativo y sumativo que integra criterios de desempeño, fomenta la autorregulación y convierte el error en oportunidad de aprendizaje. El estudio enfatiza la importancia de la escuela abierta y del pensamiento positivo en el aprendizaje, destacando la interacción entre emociones, autonomía y desarrollo socioemocional. Se concluye que la implementación de estrategias pedagógicas orientadas al desarrollo de competencias sociales y cívicas contribuye a mejorar la convivencia escolar, la participación y responsable en la comunidad, así como la formación de ciudadanos críticos y comprometidos. Los hallazgos sugieren que la educación debe integrar de manera sistemática estos elementos para garantizar el desarrollo de habilidades interpersonales, éticas y cívicas, consolidando así un aprendizaje significativo que impacte tanto en la vida escolar como en la sociedad.

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Biografía del autor/a

  • Dr. Ángel Esteban Torres Zapata, Universidad Autónoma del Carmen

    Doctor en Educación

Referencias

La formación en competencias sociales y cívicas se ha consolidado como un elemento clave en los currículos educativos, especialmente en contextos que demandan ciudadanos capaces de adaptarse a cambios sociales, culturales y tecnológicos (Andrey & Puerto, 2023). En Costa Rica, la transformación curricular denominada “Educar para una nueva ciudadanía” (Ministerio de Educación Pública de Costa Rica, 2015) busca preparar a los estudiantes para desenvolverse en un mundo ampliado por las tecnologías de la información y la comunicación (TIC’s), promoviendo la convivencia saludable y la participación en la vida democrática del país. A pesar de los avances en el diseño curricular, persisten interrogantes sobre la efectividad de su implementación y sobre cómo se desarrollan estas competencias en los estudiantes de educación secundaria.

El contexto contemporáneo, caracterizado por la globalización, la multiculturalidad y la sociedad del conocimiento, ha impulsado la adopción de currículos por competencias, cuyo propósito es ir más allá de la simple transmisión de conocimientos. La Comunidad Europea (2004) define competencia como “una combinación de destrezas, conocimientos, aptitudes y actitudes, y la inclusión de la disposición para aprender, además del saber cómo [...] Las competencias clave representan un paquete multifuncional y transferible de conocimientos, destrezas y actitudes que todos los individuos necesitan para su realización y desarrollo personal, inclusión y empleo” (p.7). Este enfoque enfatiza el aprendizaje significativo y el desarrollo integral, donde las competencias sociales y cívicas permiten practicar el saber hacer y convivir de manera ética y democrática.

La literatura destaca que la escuela constituye el escenario privilegiado para fomentar estas competencias. Delors et al. (1996) señalan cuatro pilares educativos: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser, ampliados posteriormente a cinco con el aprendizaje a emprender, subrayando la importancia de la competencia social. Cortina citado por López et al. (2006) sostiene que “la escuela juega un papel fundamental en la construcción de un mundo humano”. López et al. (2006) y González y Escudero (2017) refuerzan esta idea al afirmar que los contextos formales e informales de la escuela facilitan el diálogo, la resolución pacífica de conflictos y la mediación de aprendizajes, favoreciendo la participación de los estudiantes.

En este marco, el programa Ética, Estética y Ciudadanía del Ministerio de Educación Pública (MEP) de Costa Rica (2009) ofrece una formación integral y contextualizada, reconociendo implícitamente la relevancia de las habilidades sociales a través de asignaturas como Hogar, Arte, Música, Educación Física, Artes Industriales y Educación Cívica, corrigiendo enfoques previos inertes y mecanizados. Según el Programa de Estudios de Educación Cívica, la competencia ciudadana integra conocimientos, capacidades y destrezas que permiten actuar de manera ética y reflexiva en acciones concretas (MEP, 2009, p.187). Estas competencias, además de relacionarse con el bienestar personal y colectivo, promueven la empatía, el juicio ético y la participación democrática (González et al., 2017).

El presente artículo tiene como objetivo revisar de manera descriptiva la relevancia y el desarrollo de la competencia social y cívica en contextos educativos, considerando la literatura existente y las estrategias implementadas en la escuela secundaria costarricense. A partir de esta revisión, se busca proporcionar evidencia sobre cómo las competencias sociales y cívicas contribuyen a la formación integral del estudiante y a su participación en la sociedad, así como identificar áreas que requieren atención en la implementación del currículo.

DESARROLLO

Generalidades y Educación en Costa Rica

Costa Rica reconoce la educación como un derecho obligatorio y una responsabilidad del Estado, asegurando su financiamiento mediante la Constitución Política, Título VII, Artículo 78, que establece que el gasto público en educación no debe ser inferior al 8 % del PIB. Históricamente, la inversión educativa ha sido de las más altas en Latinoamérica, reflejando el compromiso del país con la formación integral de sus ciudadanos (Cordero-Méndez, 2024)

El marco filosófico del sistema educativo se sustenta en la Ley Fundamental de Educación, que plantea como fines la formación de ciudadanos responsables, conscientes de sus derechos y deberes, con capacidades para convivir y participar en la sociedad, fomentando valores como la solidaridad y el respeto a la dignidad humana. Este enfoque integral busca desarrollar habilidades, destrezas y competencias que permitan a los estudiantes actuar de manera ética y democrática en su entorno (Venegas, 2005).

Desde 2009, el programa Ética, Estética y Ciudadanía del MEP, en conjunto con el Consejo Superior de Educación, ha promovido una formación ciudadana activa, integral y contextualizada, orientada al ejercicio de la ciudadanía mediante dimensiones cognitivas, formativas y de competencias (Ministerio de Educación Pública de Costa Rica, 2009). El Programa de Estudios de Educación Cívica resalta que la enseñanza de la ciudadanía debe ser práctica, democrática y participativa, incorporando el aprendizaje por proyectos para favorecer la acción y la reflexión ética de los estudiantes (Chavarría-Mora et al., 2025).

La transformación curricular Educar para una nueva ciudadanía (MEP, 2015) enfatiza la educación basada en derechos humanos, deberes ciudadanos y ciudadanía planetaria, adaptándose a los cambios de la sociedad global y promoviendo la integralidad del aprendizaje en contextos reales (Dirección General de Ordenación, Innovación y Promoción Educativa del Gobierno de Canarias, 2013, p.2; MEP, 2015, p.15). Aunado a ello, la consecución del Objetivo 4 de la UNESCO sobre Educación de Calidad requiere estudios que permitan evaluar el impacto de estas políticas y fortalecer la implementación de estrategias educativas para el desarrollo de competencias sociales y cívicas (Chavarría-Mora et al., 2025).

Resultados de algunas investigaciones sobre el tema de Competencias Sociales y Cívicas

Moreno et al. (2015) indica que la escuela del siglo XXI debe preparar a los estudiantes con herramientas para interpretar su entorno local y global, formando ciudadanos críticos, participativos y socialmente comprometidos. La alfabetización digital es clave en este proceso, definida por Gómez & Vera, (2025) como un conjunto de conocimientos, habilidades, actitudes y estrategias para usar las TIC de manera crítica, creativa y ética. Estas competencias digitales facilitan la comunicación, la innovación y la participación activa a nivel local y global, constituyendo un pilar de la ciudadanía planetaria. Mihailidis y Thevenin (2013) también subrayan que la educación digital y la alfabetización mediática son fundamentales para una ciudadanía democrática comprometida.

La transformación curricular costarricense, según el MEP (2009, 2015), busca educar para una nueva ciudadanía, integrando competencias sociales, cívicas y digitales a través de estrategias metodológicas experienciales como el aprendizaje por proyectos. Vásquez-Espinoza et al. (2024) señala que la educación cívica debe combinar teoría y práctica para consolidar la ciudadanía democrática, considerando conocimientos, habilidades y actitudes, y que la escuela es la plataforma ideal para esta vivencia. En este contexto, Silaban et al. (2024) enfatiza que la competencia social y cívica fomenta la identidad personal y comunitaria, mientras Galindo- Ubaque et al. (2024) añaden que su aprendizaje requiere comprender democracia, justicia, igualdad, ciudadanía y derechos humanos.

La familia y los entornos informales también influyen en el desarrollo social y cívico de los jóvenes, como apuntan Salado et al. (2024), siendo fundamentales para la transmisión de valores, tradiciones y habilidades sociales. Sin embargo, la escuela sigue siendo el escenario principal para consolidar estas competencias, con metodologías que integran teoría y práctica, promoviendo la participación y la reflexión cívica. Alscher et al. (2022) evidencian que los estudiantes con mayor conocimiento cívico desarrollan actitudes más empáticas, tolerantes y comprometidas con la convivencia y la paz.

En Latinoamérica, metodologías experienciales como el Aprendizaje Servicio (APS) han demostrado mejorar la participación y la convivencia escolar (Ochoa & Pérez, 2019). Stojnic (2016) señala que la escuela debe ofrecer experiencias prácticas de participación democrática para que los estudiantes adquieran ciudadanía activa, y Kamens citado en Stojnic (2016) enfatiza la importancia de conectar la formación individual con la consolidación democrática de la sociedad. McCafferty y McCafferty-Wright (2015) y Fuentes-Moreno et al. (2020) coinciden en que el uso de metodologías activas y contextos participativos promueve la ciudadanía responsable, reforzada por la asignatura de Historia y la reflexión crítica en entornos escolares.

En Costa Rica, aunque no se cuenta con estudios recientes sobre el desarrollo de competencias sociales y cívicas, el Programa de Educación Cívica establece conocimientos, competencias y prácticas para construir ciudadanía joven y adulta, fomentando la convivencia social y política (Arce-Ramírez & Chévez-Ponce, 2016). Las metodologías activas, como el Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP), y el trabajo cooperativo, según Zhou & Colomer, (2024). mejoran significativamente las destrezas sociales y cívicas, integrando teoría y práctica. Los estudios revisados concuerdan en que la educación social y cívica requiere protagonismo estudiantil y experiencias vivenciales, principios centrales de la pedagogía constructivista y socioconstructivista.

Competencias

En las sociedades modernas, los sistemas educativos se han diseñado con el objetivo de garantizar la formación integral de los estudiantes, no solo en conocimientos y destrezas, sino también en valores y actitudes. Este enfoque se traduce en una educación por competencias, donde los valores se convierten en actitudes y las capacidades y destrezas se transforman en habilidades prácticas (Mendieta, 2021). Contrario a la creencia común de que el concepto de “competencia” se originó en el ámbito empresarial y posteriormente fue adoptado por la educación como respuesta a necesidades político-económicas, Díaz-Barriga (2014) sostienen que la competencia tiene su origen en el mundo educativo, pasando luego al empresarial, y finalmente retornando a la educación como un recurso práctico y operativo que representa un elemento innovador para su aplicación pedagógica.

Desde una perspectiva conceptual, la competencia se entiende como un “conjunto de conocimientos, destrezas y actitudes esenciales para que todos los individuos puedan tener una vida plena como miembros activos de la sociedad” (Sanz, 2020). Para que una competencia sea reconocida como tal, Monzonís y Capllonch, (2015) plantea tres criterios fundamentales: debe beneficiar al colectivo social independientemente de la diversidad, respetar criterios éticos y culturales, y estar vinculada al contexto específico donde se aplicará. Particularmente, las competencias sociales y cívicas se consideran fundamentales, ya que constituyen la base para el desarrollo de otras competencias, al estar directamente relacionadas con la convivencia, la participación y el conocimiento de la realidad que motiva a actuar en beneficio de los demás. En este sentido, el Gobierno Vasco (2009) destaca que estas competencias incluyen el desarrollo de un sentido de pertenencia al género humano, desde la escala local hasta la universal, y la defensa de los derechos humanos.

Las competencias presentan diversas características que permiten su aplicación integral y efectiva en la educación. Son integradoras, ya que facilitan la combinación y aplicación de conocimientos, habilidades y capacidades en contextos complejos; complementarias, porque diferentes habilidades se utilizan conjuntamente para lograr objetivos comunes; dinámicas, en tanto que evolucionan a lo largo del tiempo y pueden desarrollarse mediante la educación, la práctica y la experiencia; y medibles, dado que su dominio puede evaluarse mediante pruebas, observaciones y otros métodos que permiten verificar el progreso y logro de los objetivos de aprendizaje. Esta conceptualización muestra cómo las competencias no solo se limitan al ámbito cognitivo, sino que también articulan actitudes y comportamientos observables en contextos sociales diversos (Marcotte & Gruppen, 2022).

En el siglo XXI, ciertas competencias son consideradas básicas para el desarrollo integral del individuo, reflejando la importancia de habilidades sociales, cognitivas y tecnológicas en un entorno globalizado y en constante cambio. La OCDE, a través del proyecto DeSeCo (Definition and Selection of Competencies), propone una clasificación de competencias clave que agrupa las habilidades en tres grandes áreas: competencias para el uso social, competencias para el trabajo y competencias para el aprendizaje a lo largo de la vida. Las competencias para el uso social incluyen la capacidad de interactuar eficazmente con los demás, actuar de manera autónoma, utilizar herramientas tecnológicas de forma interactiva y participar constructivamente en grupos y comunidades. Las competencias para el trabajo comprenden la gestión de información, el uso de tecnologías de información y comunicación, la colaboración en equipos heterogéneos y la resolución de problemas complejos. Por último, las competencias para el aprendizaje a lo largo de la vida implican aprender a aprender, comprometerse socialmente, manejar situaciones conflictivas y ser culturalmente competente. Estas competencias reflejan la necesidad de formar individuos capaces de enfrentar desafíos sociales, laborales y personales de manera crítica, autónoma y responsable, integrando conocimientos, habilidades y valores en un marco de respeto por los derechos humanos y la diversidad cultural (OECD, 2005).

Competencia social y cívica

La competencia, entendida como la capacidad de movilizar conocimientos, actitudes y habilidades para alcanzar metas definidas, se orienta hacia la resolución de problemas específicos (García-Toledano et al. 2023). En este sentido, las competencias sociales y cívicas integran elementos que trascienden lo individual y se proyectan hacia la construcción colectiva de la sociedad. Como señala Castillo y Rodríguez, (2022), estas competencias buscan tanto la calidad de vida personal, social y económica, como la calidad de la sociedad, caracterizada por paz, cohesión, equidad y ausencia de discriminación. Asimismo, García-Toledano et al. (2023) consideran que esta competencia tiene un rol reorganizador, pues permite configurar un modelo de ciudadano y de sociedad que otorga mayor profundidad educativa.

La comprensión de la competencia social y cívica requiere diferenciar los conceptos de civismo y ciudadanía. Mientras la primera refiere a la educación en valores de solidaridad, respeto y amor a la patria, la segunda se concibe como un constructo más amplio que articula conocimientos, habilidades cognitivas, emocionales y comunicativas, así como actitudes orientadas a la acción justa y constructiva en la sociedad (Guerrero et al. 2024). Lizcano (2012) distingue entre los campos semánticos de ciudadano, ciudadanía y civismo, precisando que el primero se asocia a pertenencia y estatus, el segundo abarca tanto pertenencia como actitudes, y el último se restringe al comportamiento deseable dentro de la colectividad.

En esta línea, Inclán y León, (2022) puntualiza que el civismo comparte raíz etimológica con civilización y alude a la práctica activa, reflexiva y crítica de la ciudadanía mediante un comportamiento respetuoso de normas y costumbres. El Programa de Estudios de Educación Cívica (2009) concibe la ciudadanía democrática como el ejercicio de derechos y deberes en igualdad, implicando respeto mutuo y compromiso con la democracia. García-Cabrero et al. (2024) refuerzan esta idea al señalar que la ciudadanía trasciende el estatus jurídico y se convierte en una forma de vida basada en valores compartidos.

Desde esta perspectiva, González y Escudero-Vidal (2017) afirman que las competencias sociales permiten analizar críticamente los códigos de conducta, expresar puntos de vista, negociar y respetar las diferencias. Silaban et al. (2024) agrega que constituyen la base para otras competencias, pues integran conocimientos, actitudes y hábitos orientados a la participación cívica y la resolución de conflictos. En consecuencia, los Derechos Humanos constituyen el marco ético que garantiza igualdad y respeto a la diversidad. Gobierno Vasco, (2009) subraya que la competencia cívica prepara a los individuos para participar activamente en la vida democrática mediante el conocimiento de estructuras sociales y políticas.

Los contenidos de esta competencia incluyen valores, razonamiento ético, habilidades comunicativas, gestión de emociones y conocimientos sociales, los cuales se adquieren en la familia, la escuela y la comunidad. Fuentes-Moreno et al. (2020) enfatiza que se trata de una competencia compleja, pues articula recursos cognitivos, afectivos y conductuales. La definición del Torres-Zapata et al. (2023) integra las dimensiones personales, interpersonales e interculturales que permiten una participación constructiva en sociedades diversas, así como la preparación para resolver conflictos mediante la tolerancia, la empatía y la gestión del estrés.

Importancia de la convivencia social, de conocer la realidad y de ejercer la ciudadanía

La condición social del ser humano exige desarrollar competencias de convivencia que incluyen la capacidad de relacionarse, cooperar, resolver conflictos y aceptar las diferencias. Pérez (2017) advierte que la violencia cotidiana en Colombia refleja la urgencia de una educación que arraigue cambios políticos, económicos y culturales en la vida cotidiana como base de una cultura de paz (p. 35). Ortiz (2018) coincide al señalar que la escuela debe potenciar competencias para aprender a hacer, conocer, convivir y ser, promoviendo la conciencia global y la cooperación en un mundo interconectado.

La paz, en este marco, se entiende no solo como ausencia de guerra, sino como un proceso sustentado en derechos humanos, diálogo, equidad y solidaridad. Torres-Zapata et al. (2023) sostiene que la convivencia saludable incide directamente en el desarrollo social, humano y económico, ya que fomenta confianza, respeto a las normas, resolución de conflictos y participación cívica. Asimismo, Ortiz et al. (2018) destacan la necesidad de fortalecer la participación social mediante la formación de ciudadanos globales capaces de responder a problemáticas locales y globales.

Las Tecnologías de la Información y la Comunicación han ampliado el sentido de ciudadanía, obligando a los jóvenes a comprometerse en la defensa de los derechos humanos a nivel global. No obstante, como señalan Chavarría-Mora et al. (2025), aunque los estudiantes manifiestan interés en participar, su involucramiento real suele ser limitado, lo que resalta la necesidad de experiencias escolares que impulsen la acción cívica. Pérez (2017) recuerdan que el desarrollo humano está correlacionado con sociedades que practican de manera efectiva los derechos y deberes ciudadanos, consolidando la dignidad y corresponsabilidad social.

Factores de las competencias sociales y cívicas

La competencia social y cívica se compone de una serie de factores que deben desarrollarse integralmente en la persona, conformando dimensiones y subcompetencias que fortalecen la vida en comunidad. Ochoa y Pérez, (2019) identifican ocho factores fundamentales: conciencia de la vinculación social, autonomía personal, comunicación y empatía, cooperación y colaboración, resolución de conflictos, sentimientos prosociales, respeto a lo valioso y conductas de participación democrática. Estos factores no sólo inciden en la convivencia escolar y ciudadana, sino que son esenciales para el desarrollo integral de los estudiantes y la consolidación de sociedades democráticas.

El primer factor, la conciencia de la vinculación social, adquiere relevancia en contextos educativos marcados por conductas disruptivas, conflictos mal gestionados y una escasa empatía entre los miembros de la comunidad escolar. La convivencia escolar influye tanto en el aprendizaje académico como en el desarrollo social del alumnado, ya que las relaciones positivas entre estudiantes y docentes favorecen el clima de aula, la participación y el aprendizaje. Se identifican manifestaciones de violencia en centros educativos, como agresiones físicas, verbales, exclusión social y ciberacoso, lo que evidencia la necesidad de estrategias pedagógicas que fortalezcan la corresponsabilidad y la cohesión comunitaria. Se subraya que, durante la adolescencia, las transformaciones físicas y psicosociales —como la búsqueda de independencia, el desarrollo de la identidad y la relación con pares— son determinantes para consolidar la socialización (Vega-Umbasía et al. 2017).

El segundo factor, la autonomía personal, se equilibra con la vinculación social, integrando la libertad individual con la responsabilidad comunitaria. Este concepto, conocido como “autonomía responsable”, reconoce a la persona como única sin caer en el individualismo. Este proceso inicia en la infancia a través de la autorregulación emocional y se fortalece en la adolescencia mediante la interiorización de valores y principios éticos universales. Las relaciones entre pares son determinantes para el bienestar interpersonal y el desarrollo de competencias sociales (Alscher et al. 2022). En esta línea, Salado et al. (2024) advierte que la autorregulación y el autocontrol son claves para la socialización, mientras que Pérez (2017) enfatiza la necesidad de colaboración entre familia y escuela en la formación ciudadana.

El tercer factor, la comunicación, comprensión y empatía, constituye la base de la socialización. Se destaca la importancia de enseñar habilidades comunicativas que incluyan la expresión de necesidades, la escucha activa, la retroalimentación positiva y la empatía. Sin embargo, en la adolescencia, el egocentrismo puede distorsionar la comprensión hacia los demás. Por ello, la escuela debe promover la identificación de prejuicios, el análisis de ideas irracionales y el desarrollo de la empatía como capacidad prosocial. Se subraya que la adolescencia es un periodo en el que se potencian conductas de ayuda, solidaridad y altruismo, las cuales favorecen las relaciones interpersonales y la cohesión social.

El cuarto factor, la cooperación y colaboración, enfatiza que los problemas sociales requieren del trabajo en equipo y del desarrollo de corresponsabilidad. En el ámbito pedagógico, se recomienda el uso de metodologías activas como el aprendizaje cooperativo y el trabajo por proyectos, que colocan al estudiante en el centro de su propio proceso formativo y fomentan el sentido de responsabilidad compartida (Hernández-Prados et al. 2024).

El quinto factor corresponde a la resolución de conflictos, entendida como un proceso inherente a la vida humana. Vega-Umbasía et al. (2017) coinciden en que el conflicto surge cuando hay desacuerdos, lo que exige aprender a resolverlos pacíficamente. En contextos donde la violencia social y escolar es creciente, como en Costa Rica (Chavarría-Mora et al. 2025), se hace indispensable promover desde la infancia programas de educación emocional y mediación pedagógica que fortalezcan la cultura de paz y la justicia social.

El sexto factor, los sentimientos prosociales, incluye la solidaridad, el altruismo y la compasión como fundamentos de la convivencia democrática. Vega-Umbasía et al. 2017, sostiene que la conducta prosocial puede convertirse en una disposición duradera y se manifiesta en acciones voluntarias orientadas al bienestar de otros. Durante la adolescencia, estos valores se consolidan mediante la participación en proyectos de voluntariado, experiencias educativas y modelajes parentales y docentes. La pedagogía de la prosocialidad debe basarse en metodologías prácticas como estudios de caso, debates y experiencias comunitarias.

El séptimo factor es el respeto a lo valioso, entendido como la observancia a la dignidad humana y a todo aquello que sostiene la vida social justa. Sanz (2020) señalan que el respeto se universalizó al reconocerse como derecho inherente a todos los seres humanos. En la adolescencia, este valor evoluciona de la mano de la búsqueda de autonomía e identidad, lo que exige proponer modelos pedagógicos que vinculen respeto con afecto y no con miedo (Salado et al. 2024). Tanto la familia como la escuela cumplen un rol esencial en la transmisión de este valor, fortaleciendo la conciencia crítica y la capacidad de discernir lo que es digno de respeto.

Finalmente, el octavo factor, las conductas de participación democrática, orienta a la educación cívica como formación para la ciudadanía. A pesar de la apatía hacia la política formal, los jóvenes participan activamente en movimientos cívicos y de voluntariado. Diversos informes internacionales enfatizan la relevancia de la socialización cívica escolar en la formación de ciudadanos activos. Inclán y León, (2022) destaca el papel de la educación cívica temprana, mientras que Silaban et al. (2024), desde la teoría del aprendizaje social, plantea que las competencias sociales y cívicas se adquieren a través de la observación, la imitación y la interacción social. Así, la escuela debe fomentar proyectos de servicio, participación estudiantil y experiencias de debate, que consoliden la conciencia democrática y la corresponsabilidad comunitaria.

Dimensiones de las competencias sociales y cívicas

El documento Competencia social y cívica: Marco Teórico plantea que las competencias sociales y cívicas se estructuran en dimensiones, las cuales permiten comprender mejor su alcance y aplicación en los procesos formativos. Conocer estas divisiones resulta esencial para analizar el estado de desarrollo de la competencia social y cívica en los estudiantes (Gobierno Vasco. Departamento de Educación, Universidades e Investigación, 2011).

Dimensión de la realidad social

La dimensión de la realidad social integra elementos de la historia y de las ciencias sociales con el propósito de explicar el funcionamiento de la sociedad contemporánea, sus problemáticas y desafíos. Se busca que el estudiante comprenda la evolución social y sus implicaciones en aspectos económicos, laborales, políticos, culturales y de servicios, entre otros. Esta competencia procura que el alumno adquiera conocimientos sobre la organización, funcionamiento y evolución de las sociedades actuales y del sistema democrático. Asimismo, pretende que desarrolle destrezas para identificar problemas en su entorno, reflexionar sobre experiencias personales, interpretar información, elaborar propuestas y actuar con responsabilidad, autonomía y espíritu crítico frente a los hechos sociales (Alscher et al. 2022).

Descriptores de la dimensión de conocimiento de la realidad social

La dimensión de realidad social se compone de elementos y descriptores que orientan el proceso educativo. Estos incluyen: comprender el carácter evolutivo de las sociedades y los valores democráticos, interpretar y valorar la diversidad cultural y de creencias, y analizar críticamente problemáticas vinculadas con la igualdad de género, el medio ambiente, el consumo responsable, el comercio justo y el uso de las tecnologías. Dichos elementos permiten desarrollar una visión crítica y reflexiva en los estudiantes (Fuentes-Moreno et al. 2022).

Dimensión de convivencia

La dimensión de convivencia se centra en la cooperación, el análisis de los conflictos y su resolución pacífica, fundamentándose en valores y normas sociales. Esta dimensión enfatiza la construcción consensuada de reglas con el fin de fortalecer el compromiso colectivo y el bienestar común. Se trata de fomentar una convivencia armónica basada en la cooperación y la corresponsabilidad social (Hernández-Prados et al. 2024)

Descriptores de la dimensión de convivencia

Los descriptores de la convivencia incluyen la adquisición de competencias intra e interpersonales que favorezcan una convivencia positiva y la construcción compartida de una escala de valores. Además, promueven la resolución pacífica de conflictos mediante la comunicación, la negociación y la mediación, así como el reconocimiento de que no todas las posturas personales son éticas si no están sustentadas en los valores de los Derechos Humanos. También destacan la importancia de colaborar en proyectos colectivos y participar en el trabajo cooperativo (Vásquez- Espinoza et al. 2024).

Dimensión de participación

La dimensión de participación se relaciona con el ejercicio activo de derechos y deberes ciudadanos en el marco de la vida democrática, abarcando desde la familia y la escuela hasta la sociedad en general. Participar implica “tomar parte” y no se limita a la transmisión de valores democráticos, sino que requiere estructurar la vida escolar mediante procesos de diálogo, debate y toma de decisiones. Estas prácticas fomentan la resolución conjunta de problemas, el desarrollo de hábitos cívicos y la formación de virtudes ciudadanas. Es esencial crear en el aula espacios abiertos donde los estudiantes puedan expresar, argumentar y reflexionar sobre los temas tratados, promoviendo así una participación democrática que fortalezca el razonamiento, la cognición y el aprendizaje significativo (Silaban et al. 2024).

Descriptores de la dimensión de participación

La dimensión de participación se concreta en descriptores que incluyen: el compromiso con valores universales y democráticos como la libertad, igualdad, solidaridad, corresponsabilidad y ciudadanía; el ejercicio activo y responsable de los derechos y deberes ciudadanos en temas de género, medio ambiente, consumo responsable, comercio justo, tecnologías, movilidad vial, salud y uso del tiempo libre. También contempla la práctica de normas cívicas en los diferentes grupos de pertenencia y la construcción de un sentido de ciudadanía global compatible con la identidad local (Silaban et al. 2024).

Cómo se enseñan y se aprenden las competencias sociales y cívicas

El desarrollo de las competencias sociales y cívicas implica tanto la adquisición de conocimientos como la práctica de habilidades que se consoliden en hábitos ciudadanos. Este aprendizaje requiere la ejercitación de dos tipos de habilidades: las intelectuales, relacionadas con la adquisición de conocimientos, y las participativas, vinculadas con la expresión de ideas, sentimientos, intereses y la organización colectiva. Estos autores afirman que la participación no solo constituye un derecho, sino también un deber ciudadano, cuyo nivel depende del grado de implicación en la vida pública. Asimismo, identifican tres pilares del aprendizaje cívico: la transmisión de conocimientos, la promoción de actitudes sociales y el desarrollo de habilidades necesarias (Fuentes-Moreno et al. 2020).

En este sentido, transmitir conocimientos supone comprender que el bienestar común depende de la mejora individual de cada ciudadano. Para ello, se requieren referentes que ejemplifiquen el funcionamiento del sistema social, especialmente en torno a la democracia, la cohesión social y la participación ciudadana. Ello implica el conocimiento del orden político, la igualdad, la protección de derechos y libertades, así como los valores de la Constitución como la dignidad, libertad, igualdad y justicia (Alscher et al. 2022).

La promoción de actitudes ciudadanas va más allá de la teoría, puesto que exige poner en práctica valores como altruismo, optimismo, responsabilidad social y política, respeto, lealtad y justicia. Estos valores, desarrollados inicialmente en el contexto familiar, encuentran en la escuela un espacio esencial para consolidarse como referentes legítimos de convivencia (Fuentes-Moreno et al. 2020).

Del mismo modo, el entrenamiento de habilidades constituye un componente indispensable para consolidar el aprendizaje cívico. Esto implica el fortalecimiento del pensamiento crítico, analítico y resolutivo, así como la toma de decisiones. Igualmente, se fomenta el desarrollo de habilidades sociales como el liderazgo, la comunicación, la negociación, la empatía y el trabajo en equipo, necesarias para la participación social efectiva (Fuentes-Moreno et al. 2020).

Las bases teóricas de este proceso se sustentan en el constructivismo y el socioconstructivismo, que conciben al estudiante como protagonista de su propio aprendizaje a través de la interacción en contextos sociales y culturales diversos. Dentro de este enfoque, la metodología adquiere un papel central, dado que el currículo basado en competencias prioriza las prácticas pedagógicas y los procesos de evaluación integrales, superando la fragmentación tradicional del aprendizaje (Fuentes-Moreno et al. 2020).

Metodologías para el aprendizaje de la competencia social y cívica

La enseñanza de competencias sociales y cívicas requiere metodologías activas y colaborativas. La competencia social va más allá del simple aprendizaje conjunto, ya que no basta con diseñar actividades si los estudiantes no logran convivir respetando, tolerando, empatizando y cooperando entre sí. Por ello, se enfatiza la necesidad de que los docentes trabajen de manera colaborativa e interdisciplinaria para organizar y planificar el trabajo de los estudiantes (Ochoa & Pérez, 2019)

El aprendizaje por proyectos como estrategia metodológica central, destacando la importancia del aprendizaje cooperativo y las estrategias interactivas que promuevan el intercambio de ideas en contextos interdisciplinarios y situaciones cercanas a la vida real. Asimismo, se sugiere implementar metodologías participativas que involucren activamente al alumnado, ya que la educación ciudadana se fortalece mediante estrategias que fomenten hábitos cívicos. En este sentido, se sostiene que la educación activa y el aprendizaje de estrategias son métodos eficaces para desarrollar la ciudadanía (Hernández-Prados et al., 2024).

Las metodologías activas se conciben como procesos interactivos de comunicación entre docentes, estudiantes, materiales y entorno, promoviendo la implicación responsable del alumno y enriqueciendo la práctica educativa. Entre sus características destacan el protagonismo del estudiante, el rol mediador del docente, la autonomía en el aprendizaje, la vinculación con el entorno y el fomento del pensamiento crítico y reflexivo. Ejemplos de estas metodologías incluyen flipped classroom, aprendizaje basado en proyectos (ABP), aprendizaje basado en problemas, gamificación, design thinking, visual thinking, simulación, juegos de rol y aprendizaje cooperativo (Torres-Zapata et al. 2024).

Un esquema de trabajo basado en proyectos para desarrollar competencias básicas, incluyendo las sociales y cívicas, puede apoyarse en diversas estrategias. Se destacan principios metodológicos como la creación de un clima de interacción positiva, la transversalidad evaluable a través de distintas asignaturas y la intervención activa y cooperativa bajo la premisa de “aprender haciendo” y socializando con otros. En este marco, el service-learning se define como un método que integra el aprendizaje académico en el aula con la realización de un servicio voluntario que responde a necesidades comunitarias, formando un binomio enriquecedor y promoviendo la reflexión crítica, la coherencia curricular y el protagonismo estudiantil. Finalmente, la participación en actividades de voluntariado constituye otra vía de aprendizaje cívico, permitiendo a los estudiantes aportar soluciones a problemas sociales reales (Ochoa & Pérez, 2019)

Evaluación del aprendizaje de la competencia social y cívica

La evaluación constituye un componente central en la enseñanza de las competencias sociales y cívicas. Se concibe como un proceso continuo de recopilación, análisis e interpretación de información que permite tomar decisiones fundamentadas sobre el aprendizaje de los estudiantes.

En la evaluación por competencias se integran los cuatro saberes —conocer, hacer, ser y convivir—, reconociendo que la valoración del aprendizaje es parte intrínseca del proceso educativo. Este enfoque destaca la importancia de que la evaluación sea formativa, atienda las diferencias individuales, fomente la autonomía y el pensamiento crítico, y promueva la participación del alumnado (González & Escudero-Vidal, 2017).

Este proceso evaluativo comprende tres fases: la recogida de datos sobre el aprendizaje de los estudiantes, su análisis para identificar logros y dificultades, y la toma de decisiones orientadas a la mejora del proceso. En este marco, se prioriza la valoración del desempeño y la calidad de las tareas realizadas, más que la calificación del alumno como bueno o malo. Asimismo, se fomenta la concepción del error como oportunidad de aprendizaje (González & Escudero-Vidal, 2017).

En cuanto a los tipos de evaluación, la formativa se centra en las acciones del docente para guiar mejoras, mientras que la formadora estimula al estudiante a tomar decisiones sobre su propio proceso. Por otro lado, la evaluación sumativa cumple una función acreditadora y social, al clasificar y seleccionar al alumnado en función de sus aprendizajes, lo cual requiere decisiones colegiadas para garantizar justicia y responsabilidad ética (Díaz-Barriga, 2014).

Para evaluar las competencias sociales y cívicas se recomienda emplear distintos instrumentos, tales como rúbricas, pruebas escritas, contratos de evaluación y redes sistémicas. Las rúbricas, en particular, permiten organizar criterios y niveles de desempeño, además de orientar a los estudiantes en la planificación y autorregulación de su aprendizaje. De esta manera, la evaluación no se reduce a calificar, sino que se transforma en un medio para aprender mejor, crecer y disfrutar del proceso.

La escuela abierta

La escuela abierta constituye una propuesta pedagógica orientada al fortalecimiento de las competencias sociales y cívicas, concebida como una cultura educativa con enfoque humanista. Este modelo se centra en la persona, promoviendo el desarrollo de capacidades socioemocionales mediante la formación en pensamiento crítico, positivo y en el aprendizaje autónomo. Bajo esta perspectiva, el aprendizaje se entiende como una experiencia placentera que estimula tanto la autonomía como la autorregulación emocional del estudiantado (Mendieta, 2021)

En este contexto, se resalta la importancia de fomentar el pensamiento positivo dentro del modelo de escuela abierta, dado que el estado de ánimo de los estudiantes influye directamente en su rendimiento académico. Cuando los alumnos se encuentran de mal humor, resulta difícil que logren un desempeño óptimo; bajo estas condiciones, las tareas rutinarias suelen ser la única opción viable. Por el contrario, un estado de ánimo positivo facilita el pensamiento creativo, aunque a veces puede inducir procesos superficiales o imprecisos. En situaciones de ánimo pesimista, se tiende a pensar de manera más sistemática y precisa, pero menos creativa. Asimismo, un mal humor puede aumentar la susceptibilidad a argumentos poco sólidos y disminuir la motivación para verificar información (Hernández-Prados et al. 2024). Por ello, para que el pensamiento produzca resultados efectivos, es necesario identificar y aprovechar los momentos psicológicamente más adecuados, en lugar de forzar la actividad mental (Mendieta, 2021).

CONCLUSIONES

El desarrollo de competencias sociales y cívicas en los estudiantes de educación secundaria constituye un elemento esencial para la formación integral y la participación en la sociedad. La revisión de la literatura evidencia que estas competencias no solo implican la adquisición de conocimientos teóricos, sino también la práctica de habilidades socioemocionales, éticas y democráticas, que permiten la resolución de conflictos, la cooperación, la empatía y la participación ciudadana. Los factores que conforman estas competencias —conciencia de la vinculación social, autonomía personal, comunicación, cooperación, resolución de conflictos, sentimientos prosociales, respeto y conductas de participación democrática— interactúan de manera integral, fortaleciendo tanto la convivencia escolar como el compromiso con la sociedad.

Asimismo, las metodologías activas y participativas, como el aprendizaje por proyectos, el aprendizaje cooperativo y el service-learning, junto con la evaluación formativa y formadora, constituyen estrategias efectivas para consolidar estas competencias en contextos educativos. La escuela abierta y los entornos pedagógicos que fomentan el pensamiento crítico, la autonomía y la autorregulación emocional complementan este proceso, facilitando que los estudiantes internalicen valores, actitudes y habilidades necesarias para una ciudadanía responsable y democrática.

En este sentido, promover competencias sociales y cívicas desde la educación secundaria no solo contribuye al bienestar personal y colectivo de los estudiantes, sino que también fortalece sociedades más inclusivas, equitativas y participativas. Por lo tanto, resulta fundamental que los sistemas educativos continúen implementando políticas, programas y estrategias pedagógicas que integren teoría, práctica y participación, garantizando que la formación ciudadana sea contextualizada, significativa y sostenible en el tiempo.

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Publicado

20/10/2025

Número

Sección

Ciencias de la Educación

Cómo citar

Saborío Jenkins, A. I., & Torres Zapata, Ángel E. . (2025). Competencia social y cívica en contextos educativos: Una revisión descriptiva. Revista Científica Multidisciplinar SAGA, 2(4), 166-181. https://doi.org/10.63415/saga.v2i4.281

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